viernes, 18 de mayo de 2007

SOLO HAY SITIO PARA UNA SUPERPOTENCIA

EE.UU. Solo hay sitio para una superpotencia

Cuando Andrew Card, jefe de gabinete de la Casa Blanca, informó a George W. Bush sobre el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, el presidente puso cara de espanto, pero tardó en reaccionar continuó, con la sesión de lectura a la que asistía en una escuela de primaria de Florida. Después afirmó anodinamente su determinación de encontrar "a los tipos que han cometido la acción"; acto seguido, fue trasladado a Shreveport (Lousiana) y más tarde a un bunker de Nebraska, donde fue instruido sobre el arte de responder a una crisis a la manera presidencial.
Bush llegó a la Casa Blanca con escaso equipaje para las relaciones internacionales. Hijo de presidente y nieto de senador, no se había arriesgado mucho en el extranjero. La lista de sus viajes era corta: algunas visitas a México siendo gobernador de Texas, una gira de seis semanas por China en 1975, una visita relámpago a Gambia en 1990 como miembro de una delegación oficial estadounidense, una estancia en Oriente Medio en 1998 y algunos saltos a Europa en los años noventa. Es decir, no era Marco Polo.
Ni Marco Polo ni George Bush padre, posiblemente el político estadounidense mejor preparado de la segunda mitad del siglo XX para ocupar la presidencia. Bush padre fue, antes de instalarse en la Casa Blanca, director de la Agencia Central de Inteligencia (CÍA), embajador ante la ONU y embajador en China. Bush hijo, por el contrario, era una página en blanco, aunque, como candidato, ya decía saber en lo que creía, según manifestó el 26 de agosto de 1999. "Nadie tiene que decirme en lo que tengo que creer, pero necesito a alguien que me diga dónde está Kosovo"
Durante la campaña electoral, Bush explicó cómo entendía que debía funcionar su presidencia. "El primer desafío es tener una visión clara y una agenda; el siguiente objetivo será organizar un equipo poderoso para poner en práctica mi agenda", declaró el entonces candidato. Pero, ¿qué visión tenía Bush, sin gran experiencia del mundo exterior, de las relaciones internacionales en la frontera entre dos siglos?
No resulta fácil discernir quién fue primero, si la gallina o el huevo, es decir, si la visión presidencial o el equipo que debía ponerla en práctica. El grupo de personalidades que asesora al presidente es un equipo heterogéneo, integrado por poderosos partidarios de distintos paradigmas de las relaciones internacionales. Pero a menudo, como se ha puesto de manifiesto en los dos últimos años, estos asesores se han diferenciado más por los métodos para alcanzar un objetivo determinado que por la naturaleza del fin perseguido. En e! entorno de Bush hay nacionalistas realistas, como Donaid Rumsfeíd (secretario de Defensa) y Dick Cheney (vicepresidente); hegemonistas, como Con-doleezza Rice (consejera de seguridad nacional y jefe de filas de los "vulcans", grupo de republicanos intemacionalistas); imperialistas democráticos, como Paúl Wolfowitz (subsecretario de Defensa); neoconservadores, como Richard Perle (miembro del Defence Policy Board, organismo consultivo del Pentágono), e internacionalistas liberales, como Colín PoweII (secretario de Estado).
Con estos mimbres Bush hizo su cesto presidencial. En los dos últimos años, la mayoría de los días pudo levantarse con el pie idealista, como le recomendaban hegemonistas y neoconservadores, siempre conscientes de la fuerza que aún sigue teniendo el idealismo wilsoniano en Estados Unidos; pero, al anochecer, seguía siendo unilateralista, es decir, lo contrario que Woodrow Wiison o Bill Clinton, su antecesor, multilateralistas como Colín Poweil. No es una broma: los primeros pasos de Bush por la escena internacional fueron resumidos acertadamente por la fórmula "ABC" ("Anything But Clinton"), es decir, cualquier cosa menos Clinton). El republicano llegó a la Casa Blanca con otra agenda bajo el brazo.
El primer Bus presidente levantó ampollas entre aliados y adversarios , por su unilateralismo, que evidentemente pone los intereses nacionales estadounidenses por encima de todo.. Washington se opuso a la ratificación del TPI, rechazó el protocolo de Kyoto, con el que la sociedad internacional pretende poner freno a la emanación de gases que provocan el efecto invernadero, y resucitó el proyecto del escudo espácia antimisiles.. El escenario del día después del 11 de septiembre ha confirmado y aumentado estos primeros síntomas unilateralistas.
Los cascotes del muro de Berlín enterraron, el 9 de noviembre de 1989, la guerra fría. Y el hundimiento de las Torres Gemelas cerró la transición abierta con el fracaso de la Unión Soviética. Después de la guerra fría y de la guerra del Golfo provocada por la invasión de Kuwait por parte de Irak, George Bush padre resucitó la retórica de Wilson para anunciar un nuevo orden internacional. El presidente fue ambicioso al definir lo que vio emerger de las cenizas de la guerra del Golfo: "Un orden en el que ninguna nación deba renunciar a su propia soberanía; un orden caracterizado por el gobierno de la ley más que por el recurso a la fuerza, por la solución de las disputas mediante la cooperación en vez de la anarquía y el derramamiento de sangre, y por una confianza ilimitada en los derechos humanos". Bush hijo ha preparado los cimientos de otro nuevo orden, basado en una variante del realismo político conocida por hegemonismo.
Después de la caída del muro de Berlín, George Will, influyente analista conservador -no neoconservador- estadounidense definió la década de una manera ocurrente. "En los años noventa, la historia se ha tomado unas vacaciones", escribió en un artículo que tanto era una crítica a la política de Clinton como una advertencia para quien debiera sucederle. Con Bush, las vacaciones se han terminado. Las cosas empezaron a moverse, al menos intelectualmente, en 1992, cuando un informe del Pentágono elaborado para Cheney y Wolfowitz, según una filtración publicada por "The New York Times", sentenció que la política exterior estadounidense después de la guerra fría de debería estar destinada a evitar "la emergencia de cualquier futuro competidor global".
Pero en 1992, Bush padre fue derrotado por Clinton, que no hizo caso del estudio por considerarlo radical. Norman Mailer en su último libro, "¿Por qué estamos en guerra?", explica que el caso de Monica Lewinsky fue una excusa utilizada por sus adversarios para arrinconarlo por su negativa a hacer suyos los planes de Rumsfeid y Cheney.
Ocho años después, Bush hijo rescató el informe de 1992. Nueva Administración, nueva agenda, que no iba a ser ni aislacionista, como pretendían los republicanos conservadores, ni multilateralista, como reclamaba la tradición del internacionalismo liberal. Pero tampoco sería un punto intermedio, sino un paradigma radical, con palabras wilsonianas y hechos militares, para hacer frente a una nueva escena. El enemigo ya no sería un Estado, sino una trinidad integrada por terroristas, tiranos y armamento de destrucción masiva. Por eso, en la agenda, quedó anotado un "eje del mal", integrado por Irak, Irán y Corea del Norte. Y el objetivo fue establecido con claridad: salvaguardar la hegemonía estadounidense en una era unipolar. Dicho de otra manera: se trataría de superar la ¡dea del "imperio benigno" de la era bipolar, cuando existía la Unión Soviética, con un hegemonismo sin complejos.
Las razones esgrimidas por la Administración Bush para justificar su actuación han sido cinco:

· Estados Unidos vive en un mundo peligroso, más próximo a la naturaleza del Estado de Thomas Hobbes que a la paz perpetua de Emmanuel Kant, que es la debilidad de los europeos.
· Los estados, que buscan defender sus intereses, son los actores fundamentales del teatro mundial.
· El poder, y esencialmente el poder militar, es el primer instrumento en un mundo globalizado.
· Los organismos y los acuerdos internacionales no defienden los intereses estadounidenses.
· Estados Unidos es la única superpotencia.

Los resultados de este cambio de estrategia han sido profundos. La agenda de Bush, después de Afganistán, se puso en práctica en Irak porque, entre otras cosas, era el eslabón más débil del eje. Y el método estadounidense, el poder, se opuso al método europeo, que pretende basarse en el derecho internacional. La consecuencia para las relaciones transatlánticas ha sido la división de la Unión Europea, de la OTAN y de la ONU. Cada orden internacional ha sído creado o reorganizado por una guerra. El concierto europeo del siglo XIX nació de las guerras napoleónicas, y la Liga de Naciones, a instancias de un presidente estadounidense, surgió de las cenizas de la Primera Guerra Mundial. Tras la guerra de Irak, el orden inspirado por otro presidente estadounidense en 1945, con la ONU como pilar, ha sido sacudido ahora por Washington, que ha logrado imponer su nueva agenda.
Condoleezza Rice, en el fragor de la batalla de Bagdad, anunció el tratamiento que Estados Unidos daría a quienes se habían opuesto a la guerra:
"Castigar a Francia, ignorar a Alemania y perdonar a Rusia". De China, el único poder autónomo de Washington, no dijo nada, tal vez por la astucia con la que los dirigentes de Pekín, que claman por un mundo multilateral como París, Berlín y Moscú, supieron nadar y guardar la ropa durante el pulso diplomático en la ONU. Pero cinco meses después de la caída de Saddam, la dulce victoria militar tiene un sabor amargo en la posguerra.
Los avalares de la posguerra iraquí han hecho que Francia, aunque no por falta de ganas, sufra menos castigo de lo anunciado y que Alemania sea menos ignorada. El unilateralismo, que se demostró sobrado en el campo militar, es insuficiente para la reconstrucción de la paz, incluso en los estrechos límites de una víctima propiciatoria como Irak. De esta manera, tanto la cumbre del G-8 en Evian-les-Bains (Francia) como la celebrada entre George W. Bush y Vladimir Putin en San Petersburgo parecieron indicar que los humos neoconservadores habían sido rebajados.
Esta conclusión, sin embargo, fue engañosa. Washington ha perdonado a Rusia, pero lo ha hecho porque Putin, que tiene el terrorismo checheno clavado, ha aceptado la agenda estadounidense, sobre todo en lo que hace referencia a la guerra contra el terrorismo y la proliferación del armamento de destrucción masiva. Moscú, que abrió la caja de sus secretos para que los estadounidenses no tropezaran en Afganistán con la piedra que derrotó a la Unión Soviética, ha inaugurado otra era en sus relaciones con Washington. Y el giro ruso le ha dado la vuelta al mapa: para empezar, ha permitido que la maquinaria militar estadounidense se instale en las repúblicas asiáticas de la ex Unión Soviética.
Francia y Alemania siguen en sus trece sobre el papel de la ONU, pero también parecen resignados, como el Gobierno de Tony Blair, al modesto papel de moderadores de la actuación de Washington en el mundo, tanto en lo que hace referencia a la guerra contra el terrorismo como en el caso del armamento de destrucción masiva. Dos ejemplos ¡lustran el sapo que Europa se ha tragado. El pasado mes de junio, Francia y Alemania, después de oponerse a la guerra de Irak, se unieron, en una reunión celebrada en Madrid, a Estados Unidos y sus principales aliados en el conflicto -Gran Bretaña, Australia, España, Italia, Japón, Holanda, Polonia y Portugal- para coordinar sus esfuerzos en el combate contra las armas de destrucción masiva. Y un mes más tarde, el Gobierno de Bélgica (una coalición de liberales y socialistas liderada por Guy Verhofstadt) decidió modificar, a instancias estadounidenses, la ley de competencia universal que permitía a sus jueces la persecución internacional de los delitos de lesa humanidad. En los últimos años se han presentado en Bruselas querellas contra Ariel Sharon y George W. Bush.
Europa o, mejor dicho, una parte de Europa, trató, junto con Rusia y China, de reequilibrar la balanza durante la crisis de Irak. El equilibrio, sin embargo, resultó imposible. La Unión Europea no es ahora más relevante que Japón, cuyos dirigentes se alinearon con Washington. Y en último término, Irak también ha puesto de manifiesto que la opinión pública europea, mayoritariamente contraria a la guerra, tiene los mismos tanques que a Stalin le suponía al Papa. Pero la brecha atlántica, que no es ningún invento periodístico, se ha ensanchado. El presidente Jacques Chirac afirmó, con motivo deja fiesta nacional francesa del 14 de julio, que la idea de Estados Unidos como gendarme del mundo "pertenece al pasado".
China, la gran potencia regional que se muestra orgullosamente autónoma, también ha cambiado con respecto a Estados Unidos. Pekín no se opuso al ataque militar contra Afganistán. Al contrario, China, preocupada por el contagio islamista, aplaudió la acción, que también le permitió pasar cuentas al régimen talibán, un enemigo que consideraba aborrecible. La guerra contra Irak fue distinta. Pekín se opuso al unilateralismo de Washington, pero lo hizo con la boca pequeña, consciente de que otros le estaban haciendo el trabajo sucio. Los estrategas chinos consideran que la política exterior estadounidense está dirigida, después del 11 de septiembre, a aislar al gigante asiático. Y como prueba de esto subrayan dos movimientos estadounidenses significativos: primero, el despliegue de tropas estadounidenses en Asia Central, facilitado por el cambio de opinión ruso, y segundo, la asociación entre Rusia y la OTAN. Pero la guerra de Irak ha servido a China, cuando menos, para que Washington ponga sordina al contencioso sobre Taiwan, la provincia que Pekín considera rebelde, y para que considere de otra manera el separatismo de la minoría musulmana. China, que ya es el primer país receptor de inversión extranjera, tiene otra agenda, y ésta no pasa precisamente por poner en peligro la ayuda occidental a su desarrollo. Oriente Medio es harina de otro costal. La Administración Bush, después del 11 de septiembre, se mostró convencida de haber dado con la receta capaz de hacer compatible su histórico apoyo a Israel con la estabilidad de la región y el acceso al petróleo, los grandes objetivos de su política exterior hacia Oriente Medio. William Kristol, uno de los ideólogos neoconservadores, explicó así el porqué del conflicto iraquí: "Es una guerra que pretende cambiar la cultura política de todo Oriente Medio. Después del 11 de septiembre, los estadounidenses miran a su alrededor y lo que ven es un mundo que no es como pensaban que era. El mundo se ha convertido en un lugar peligroso, por lo que los estadounidenses buscan una doctrina que les dé seguridad, y la única doctrina que se la puede dar es la neoconservadora, para la que el mal de Oriente Medio es la ausencia de la democracia y libertad" ("Haaretz", 4/IV/2003).
Desde entonces, lo único que ha cambiado en Oriente Medio es el mapa, no la cultura política. Irak se ha convertido de hecho en un protectorado (mal protegido) estadounidense, como Bosnia, Kosovo y Macedonia son protectorados de la OTAN. Pero la importancia geoestratégica de Irak ha modificado la ecuación geopolítica regional. Israel, el gran aliado de Estados Unidos, ha visto desaparecer un enemigo jurado. Siria, el irreconciliable enemigo de Israel, ha quedado emparedado: Turquía, miembro de la OTAN y aliado de Estados Unidos, lo vigila por el norte; Israel, por el oeste, e Irak, con más de 150.000 soldados estadounidenses, por el este. Las dos únicas salidas que tiene Siria son Líbano -un protectorado suyo, pero esa vía sólo le conduce al mar- y Jordania, el régimen árabe más proestadounidense de la zona. Siria, pues, está neutralizada.

El derrocamiento de Saddam Hussein también afecta directamente a Arabia Saudí, un régimen amigo venido a menos desde el 11 de septiembre, cuando se dispararon las alarmas en Estados Unidos por las relaciones entre el reino y los movimientos radicales islámicos. Arabia Saudí sigue siendo un peón necesario. No sólo tiene las mayores reservas de petróleo que se conocen, sino que además es el guardián de los lugares más sagrados del islám y el jefe de filas de la confesión suní. Pero su capital petrolero se ha visto relativizado por la ocupación de Irak, lo que permite a Estados Unidos controlar las segundas reservas del mundo, y su importancia geoestratégica también ha sufrido una devaluación, como lo demuestra la decisión estadounidense de retirar gradualmente las tropas que tiene estacionadas en el reino saudí desde la primera guerra del Golfo, en 1991. Arabia Saudí, pues, está en cuarentena.
El régimen teocrático de Irán, integrante del denominado "eje del mal", también se siente aludido directamente por el cambio. Durante la guerra fría, cuando a De Gaulle le preguntaban por la Unión Soviética, el general siempre se refería a Rusia, como si la URSS estuviera condenada a ser un paréntesis en la historia. Y acertó. Estados Unidos tampoco desespera con Irán, al que querría ver como el primer país post-islámico del siglo XXI. Michael Ledeen, analista del American Enterprise Instituto, fabricante de ideas neoconservadoras, ha escrito en "The Wait Street Journal": "Los mulás están mortalmente amenazados por la extensión de la democracia de Irak a Afganistán". De momento, el régimen teocrático no está amenazado por vecinos democráticos, pero está rodeado. La guerra contra Al Qaeda y el régimen talibán significó, para los dirigentes iraníes, la instalación de bases estadounidenses en Afganistán, Pakistán, Kirguistán y Uzbekistán; es decir, por su flanco oriental. Y la guerra contra Saddam Hussein le ha cerrado el oeste. Irán, pues, está encajonado.
Las señales de un nuevo tipo de cooperación de Estados Unidos con Europa y Rusia pueden sugerir que Bush parece dispuesto a construir colectivamente, con sus alia-dos, un nuevo orden. Los realistas de la Administración Bush siguen considerando a los estados como los principales actores de las relaciones internacionales y, como sucedió en la Europa del siglo XIX, cuando las monarquías absolutistas se aliaron, también consideran que los grandes estados del siglo XXI deben coordinarse contra la nueva trinidad de enemigos, materializada en terroristas y estados delincuentes. Pero la política exterior estadounidense no parece presidida por la intención de resituar de forma multilateral en el mundo a la única superpotencia.
Los Estados Unidos de George W. Bush son el actor principal de la nueva escena, con un ciclópeo presupuesto militar que duplica los gastos de defensa europeos y que debilita los lazos atlánticos, ya dañados por el enorme desfase tecnológico. Europa, que es un pigmeo militar, parece una ONG dedicada a pagar la paz mientras Estados Unidos hace la guerra. Japón, pese a su Constitución pacifista, enviará tropas a Irak. Rusia necesita la cooperación occidental. Y China es una potencia emergente y autónoma que suscita pesadillas, pero que, al mismo tiempo, teme verse aislada en un mundo fracturado, en el que África, desgarrada por las guerras, la miseria y las enfermedades, no está en el mapa, América Latina no acaba de salir del agujero, el pueblo árabe sigue esperando una solución justa y duradera al conflicto entre palestinos e israeliés y las monarquías del Golfo han establecido nuevas alianzas con Estados Unidos.
La suerte que pueda correr el unilateralismo, o el multilateralismo a la carta, según su versión más edulcorada de la Administración Bush no dependerá tanto de la fuerza de convicción de sus aliados, que han sido tratados con arrogancia, como de la relación de fuerzas existente en Washington. Y la gloria o el fracaso de los neoconservadores, que hasta el momento han controlado la agenda, estarán en función de varios factores. Dependerán del curso de la hasta ahora caótica posguerra en Irak (es decir, habrá que esperar a ver si las fuerzas invasoras fracasan, como sucedió en Líbano y en Somalia, o si impondrán su agenda); de las acusaciones contra los gobiernos de Washington y Londres de haber manipulado las pruebas para justificar una guerra que fue ilegal; de la mejora o no de las relaciones con la ONU, independientemente de su necesaria reforma; de los avatares del conflicto palestino-israelí, y de la forma en que se traten los contenciosos con Irán y Corea del Norte (que dice tener uranio para fabricar seis bombas atómicas).
Neoconservadores y hegemonistas se han empeñado en una revolución para modificar las relaciones de Estados Unidos, en el cénit de su poder, con el resto del mundo. La historia, sin embargo, tiene lecciones para todos. Después de medio siglo en el que el poderío estadounidense fue legitimado por los organismos internacionales, la Administración decidió soltar lastre. Resultaría irónico que la posguerra demostrara a Estados Unidos, que no para de pedir ayuda, que Irak le viene grande •

Xavier Batalla es autor de "Afganistán. La guerra del siglo XXI" y de "¿Por qué Iraq?" (Edicción de bolsillo)

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